Día del médico

Ser médico ayer, hoy y mañana

Un texto exclusivo del Dr. Alberto Agrest -adelanto de su próximo libro- con opiniones de alto impacto respecto de las que nadie podrá permanecer indiferente.

Autor/a: IntraMed

Indice
1. La figura del médico y su relevancia social
2. Las reflexiones de un "maestro"
3. ¿El fin de la Medicina?
4. Juramento hipocrático

En América, el Día del Médico fue decretado en el Congreso Médico reunido en Dallas (Texas) en 1933, en homenaje al nacimiento del doctor Juan Carlos Finlay, médico investigador, nacido en Puerto Príncipe - Cuba en 1833, y quien confirmó la teoría de “ La propagación de la fiebre amarilla a través del mosquito”, presentado en la Academia de Ciencias de la Habana el 14 de agosto de 1881, abriendo así un camino en el progreso médico en la América tropical. De hecho él descubrió que la fiebre amarilla era trasmitida por la picadura del mosquito Aedes aegypti e inventó una cura segura para la enfermedad.
De esta forma facilitó la evolución de la construcción del canal de Panamá debido a que muchos obreros morían a causa de esta enfermedad.

Hipócrates a comienzos del siglo V a.c. escribió un juramento que define el origen y la base de la profesión médica. Este día sirve para reflexionar y pensar sobre lo que puede mejorarse y que no debe cambiar acerca del desarrollo de la actividad médica diaria.

La profesión médica actualmente está viviendo grandes avances a nivel tecnológico y científico (genoma humano, ingeniería genética, biología molecular), que actualmente están aclarando la etiología de diversas patologías, así como el diagnóstico y tratamiento específico de éstas. Se está experimentando en los últimos años un cambio poblacional, con un aumento importante en el número de pacientes geriátricos que ha condicionado un cambio en el tipo de la patología y en el manejo de este grupo de pacientes.

La figura del médico ha sido cambiante durante toda la historia de la medicina, al igual que las técnicas de su práctica. Hoy en día tenemos un paciente más informado y con un médico que sabe que el paciente conoce su enfermedad con más criterio, y que exige participar activamente en las decisiones relacionadas con su patología.

A pesar del cambio tan notable que se está experimentando en nuestra medicina, es importante que continuemos con nuestro empeño, pasión y buen proceder, y de esta forma recibir satisfacción personal. Valga la pena recordar que este día, no solo se celebra por agradecimiento y reconocimiento social, sino es un día de reflexión en busca de acciones para que la profesión médica siga siendo la más digna de las profesiones.

Reflexiones sobre la profesión del médico en la actualidad:

La medicina, la vida y la muerte

Un poco de historia (Francisco "Paco" Maglio)

El Dr. Francisco Maglio, eminente infectólogo argentino y sagaz observador de la realidad desde su posición de antropólogo, nos propone pensar en la muerte como un momento privilegiado de la vida, cargado de significado. Tanto desde el punto de vista del profesional encargado de cuidar la salud como del paciente que sufre y sus familiares, los conceptos vertidos en esta columna serán una gran oportunidad de replantearnos el sentido de la existencia:


En el paleolítico, aproximadamente unos 35.000 años antes de nuestra era, se desarrolla el Homo sapiens sapiens, primera aparición del humano anatómicamente moderno, y presenta una característica antropológica que será una conquista constitutiva de la especie humana: entierra a sus muertos. De allí que los primeros signos inequívocamente humanos sobre la tierra son las tumbas.

Podríamos decir que la humanidad comienza con la conciencia de su propia muerte; a partir de allí no será más un hecho individual, será un hecho social, tantos sucesos como relaciones humanas tuvo el muerto en su vida, relaciones tanto personales como no personales. Esto se aprecia claramente en el contexto social que acompaña a la muerte de un ídolo popular.

Yo transtanático

No sólo el hecho de enterrar a los muertos constituía un hecho de humanidad. Existe en los antiguos otra característica antropológica más: entierran a sus muertos en posición fetal, claro rito de pasaje en espera de una segunda vida que le da sentido a la muerte: la trascendencia.

Aparece en la historia de la humanidad "el yo escatológico", "el yo transtanático"; la trascendencia como sentido de la muerte dará un lugar a la esperanza, y se convertirá en el principio organizador de la existencia.

Posteriormente, en el neolítico (entre 4000 y 9000 años A.C.) ocurre otro hecho fundamental para la temática que nos ocupa: el paso del hombre cazador/recolector al agricultor. Al haber enterrado, matado una semilla, observa azoradamente el nacimiento de una planta que servirá para su alimentación y su subsistencia.

Es así que entiende la muerte como la necesidad existencial para el proceso de la vida y no como un fin de la misma; como si estuviera escuchando por anticipado los versos de Bernárdez: "Porque después de todo he comprendido que lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado".

Esta trascendencia, como sentido del entorno circular vida-muerte (que siglos después lo retomarán filosóficamente los estoicos) aparece en todas las religiones teológicamente y en todas las culturas secularmente. Así, por ejemplo, el Libro de los Muertos, en la cultura egipcia lleva por único subtítulo "hacia la luz".

Trascendencia

Decía el poeta italiano Horacio "nunca nos morimos del todo", y acotaba Cicerón: "la vida de los muertos está en la memoria de los vivos". La trascendencia, como principio organizador de la existencia la encontramos también en Borges, "me moriré realmente cuando se muera el último que me recuerde", y especialmente en la cita de Benjamín Franklin, "para trascender más allá de la vida, hay que escribir cosas dignas de ser leídas o hacer cosas dignas de ser escritas".

La trascendencia y la esperanza (el "yo escatológico") nos permiten pasar de una angustia tanática frente a la muerte a una angustia mayéutica, al parir, al vislumbrar el sentido que otorga coherencia a nuestro existir.

En el Noroeste argentino la cultura popular, heredera del Hupamarca incaico, es muy rica en rituales de trascendencia: el entierro del angelito, la Difunta Correa, las novenas, locrear el muerto, etc.

Pero el progreso de la civilización occidental a mediados del siglo pasado y en adelante, con el ultrapositivismo en lo científico y el ultrapragmatismo materialista en lo filosófico matan a la muerte, no le encuentran sentido. Y al sacarle el sentido a la muerte vampirizan a la vida de su sentido pues, como decía Heidegger: "la finitud de la temporalidad (la muerte) es el fundamento oculto (el sentido) de la historicidad del hombre".

Sin sentido

La sociedad contemporánea, sociedad econométrica que lleva a un canibalismo mercantil, nos ha vaciado de sentido; es la gran neurosis colectiva de nuestro tiempo "el vacío existencial", que las fuerzas de un salvaje fundamentalismo del mercado intentan llenar con una suerte de cornucopia consumista que no hace más que vampirizarnos el sentido.

El sentido es una categoría social, intrínseco a la pluralidad de seres humanos; no puede entenderse como yoísmo, sino que debe contextualizarse en la otredad. Un individualismo hipertrofiado, en consecuencia, terminará no encontrando sentido a la vida ("la vida es una herida absurda" trovaba Discépolo ante la angustia de la soledad), y si se vive sin sentido, también se muere sin sentido.

La desigualdad de oportunidades en la vida tiene su correlato en la desigualdad frente a la muerte. La expectativa de vida, que se ha incrementado notoriamente en los últimos años, no lo ha hecho en forma equitativa, como lo demuestra la mortalidad infantil evitable, tanto en todo el mundo con un niño muerto cada diez segundos como en países como Argentina, con uno cada 50 minutos. (1) A éstos la sociedad les ofrece una "mistanacia", la muerte por abandono.

Esta desigualdad ante la muerte también se refleja al analizar las expectativas de vida según posibilidades de educación y desarrollo: a los 35 años un profesional tiene el 73% de llegar a los 70 años y un obrero común (no calificado) solamente el 50%.

Distanacia

Razón tenía Camus cuando en "La Peste" afirmaba que la mejor manera de conocer a una sociedad es observar cómo en ella se ama y cómo en ella se muere. ¿Qué ofrecemos desde la medicina (y qué podemos ofrecer) ante este ocultamiento social de la muerte?.

La educación médica triunfalista que ve la muerte como un fracaso de la profesión, encuentra en el desarrollo tecnológico una buena excusa de ocultamiento en el llamado encarnizamiento terapéutico o distanacia. Esto es, en palabras de una Ministra de Salud de Dinamarca: "algo debe andar mal cuando gastamos el 50% del presupuesto de salud en los últimos noventa días de la vida humana para postergar durante unas semanas una muerte inevitable".

No estamos en contra de la tecnología, que por cierto ha salvado y salvará con éxito muchas vidas, sino en contra de su endiosamiento al ocupar el lugar del acercamiento humano, de ese encuentro singular e irrepetible con el paciente muriente. Estamos en contra de la aparatología que nos aleja de él en el momento más trascendentalmente reflexivo de la vida que es justamente la misma muerte.

Esta experiencia reflexiva permitirá mensurar lo vivido y descifrar su significación escatológica o, lo que es lo mismo, desentrañar su destino. La tecnología tanatocrática, al oponerse a esta situación, medicaliza la muerte, se la roba al moribundo. Por eso decía Rilke: "yo quiero morir de mi propia muerte, no de la muerte de los médicos".

Tecnología

La tecnología racionalmente empleada es la que posibilita la continuidad de la vida en cantidad y calidad. Su empleo irracional la convierte en tanatocracia, imposibilitando una muerte digna, entendiendo como tal aquella sin dolor, con lucidez para esa experiencia reflexiva y fundamentalmente con capacidad para recibir y transmitir afectos.

Cuando así ocurre, ese momento final, la decatexis de los griegos, "no es terrorífico ni doloroso; la muerte tiene lugar en la calma, probable paso hacia un mundo y un modo de existencia que el muriente ya ha entrevisto" (Kübler-Ross). Cuando posibilitamos una muerte digna estamos honrando la vida, pues como decía Petrarca: "morte digna vita onora".

Ya no hay nada que hacer. Típica frase con que nos dirigimos a los familiares de un enfermo cuya muerte es ineluctable. Deberíamos decir ya no hay nada que tratar, porque en realidad hay mucho todavía por hacer, más aún, es cuando más podemos hacer. Tenemos recursos invalorables: el efecto sanador de nuestras palabras, de nuestras manos y de nuestra presencia.

Herederos del dualismo cartesiano mente y cuerpo, nos constituimos en plomeros de cuerpo antes que médicos de la persona. Ésta necesita algo más que remedios y aparatos, nos necesita a nosotros como persona-médico y en esta relación la palabra es fundamental.

Presencia sanadora

¿Qué decirle a un paciente en esas circunstancias? Siempre, con un mensaje de esperanza, las palabras serán un bálsamo.

Pero a veces las palabras no alcanzan, entonces están nuestras manos, esas manos "vencedoras del silencio", como las definía Evaristo Carriego.

En una oportunidad una anciana en una sala de terapia intensiva me pidió: "Doctor, tómeme el pulso", llevado por una deformación profesional no lo hice y mirando el cardioscopio le dije: "Está bien, abuela, tiene 80". Ante su insistencia en que le tomara el pulso le pregunté por qué si el aparato era confiable, y me respondió: "es que aquí nadie me toca". Razón tenía quien dijo que en terapia intensiva los enfermos a veces se mueren con "hambre de piel"; en nosotros está saciarlos.

Por último, el efecto sanador de nuestra propia presencia, que el paciente sienta que estamos a su lado, que vibramos en ese encuentro irrepetible de persona-persona, que estamos en su misma sintonía corporal. Entonces, ayudando así a bien morir nos estamos ayudando a bien vivir.

Nota:
(1) Datos de la Sociedad Argentina de Pediatría.

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