La verdad y otras mentiras

"Me llaman Calle"

Las migas del amor y la derrota en una cama de hospital.

"Me llaman “Calle”:
“Me llaman calle, la sin futuro. 
me llaman calle, la sin salida .
me llaman calle”.
Manu Chao 

Hace más de una semana que la veo. Todas las mañanas me siento al borde su cama, le pregunto cómo se siente, le cuento chistes tontos, le acaricio el cabello. Se sonríe, pero casi no me habla. No se queja. No me pide nada. No pregunta. Acepta sin resistencias todo lo que le hacemos. Y eso es desagradable, es doloroso y a veces humillante. Pero no me dice nada.

La trajo su hija, una niña de 10 años. Como su madre, habla muy poco, y casi no se mueve de su lado. La he visto deambular entre los autos en la puerta del hospital estirando su mano minúscula abierta ante las ventanillas. No dice qué quiere aunque todos entienden que pide monedas. Nadie la mira, muy pocos le sueltan algunos centavos. Después compra unas botellas de agua mineral, un paquete galletitas y regresa a su puesto al pié de la cama de su mamá. Las dos se miran sin palabras durante horas. De a ratos la obliga a beber unos sorbos o humedece un algodón que exprime sobre sus labios. La madre tose, escupe o se atraganta. Y todo vuelve a comenzar. Le he dicho más de una vez que no es necesario, que su mamá recibe todo lo que necesita a través del suero intravenoso. Que, incluso, es peligroso, que podría aspirarse. Pero lo sigue haciendo.

“Tu mamá no necesita beber, no te preocupes. Yo le doy a través del suero todo lo que precisa”, le dije esta mañana. Me miró desde abajo con los ojos desmesuradamente abiertos clavados en mí. Inmóviles. Ese mínimo gesto duró –o al menos así me pareció- más de lo esperable. Rompía el código convencional de la gestualidad. Significaba algo distinto. Inmediatamente volvió a mojar el algodón en el agua y a apoyarlo delicadamente sobre los labios de su madre. No me miró más. Pero la madre sí lo hizo. Me pareció que sonreía o algo así. Entendí que me mostraba esa acción aparentemente inútil de su hija como un trofeo, con orgullo y satisfacción. Como tantas otras veces aprendí cuando creía enseñar. Constaté mi ignorancia cuando pensaba que exponía mi conocimiento. Mi omnipotencia y mi soberbia. ¿Quién me habrá dicho alguna vez que yo podía suministrarle a una madre agonizante “todo lo que necesita” en un estúpido envase de solución salina? Le guiñé un ojo a la madre y le di una palmada en el hombro a la nena. Ojalá hayan comprendido que yo había entendido. No tuve el valor de decirles con palabras lo que me habían enseñado.

Pocos días atrás esa niña arrastró a su madre -que casi no podía sostenerse en pié- hasta la sala de Emergencias. Cuando estuvo delante de nosotros se detuvo y, sin decir ni una palabra, nos hizo ver a esa mujer. La acostamos en una camilla y le pedimos a su hija que espere afuera. No hubo manera de moverla de allí. La mujer estaba adelgazada hasta la desnutrición, tenía fiebre, respiraba con dificultad y por momentos perdía la conciencia. Por encima del esternón, un hueco enorme se hundía con cada inspiración. Los bordes de los huesos de la cara estaban a punto de salir a través de la piel que apenas los cubría. La asistimos con las primeras medidas de soporte y la internamos en una sala del hospital.

A alguien, alguna vez, se le ocurrió que la presencia de menores en ese lugar estaba prohibida. Pero la niña no estuvo dispuesta a considerar esa norma ni a escuchar argumentos o razones. La dejamos junto a su madre y, sin que nadie se lo hubiera propuesto, se organizó una red de ayuda mutua que allí ya todos conocíamos. Una solidaridad sin estridencias y sin exhibicionismos. Anónima, austera, pero efectiva. Sin juicios morales. La niña fue ocultada en cada oportunidad en que alguien que podría denunciar su presencia pasaba por el lugar. Los burócratas y los gendarmes de las ordenanzas fueron convenientemente alejados o distraídos cada vez que se asomaron por la sala. Aparecieron frazadas, almohadas, ropas infantiles, juguetes, leche, golosinas y otros alimentos. Manos secretas los dejaban al pié de la cama. Las mujeres familaires de otros pacientes bañaron a la niña, cepillaron su cabello, la cubrieron con mantas mientras dormía. ¡Fuenteovejuna!

Soledad, la madre, me contó que su hija se llamaba Sol. –“¿Cómo vos?” , le pregunté. –“No, yo me llamo Soledad, ella se llama Sol. No es lo mismo”.

Soledad tenía un tumor avanzado de mama y una extensa siembra de metástasis en los pulmones y en la columna vertebral. Ya teníamos el diagnóstico. Sabíamos que no tenía ninguna oportunidad de sobrevivir en esas condiciones y que sólo se trataba de tiempo, poco tiempo.

Ayer me pidió que conversáramos un rato. Señaló a su hija dándome a entender que quería hacerlo sin su presencia. Le pedí a la enfermera que la llevara con ella y me senté a conversar con Soledad. Imaginé que querría hacerme preguntas, saber cómo se encontraba, cuál era su pronóstico. Pero no fue así. Creo que ya sabía todas esas cosas, las aceptaba y no tenía preguntas al respecto.

-Yo a vos te conozco desde hace muchos años.- ¿A mí?

- Sí, a vos

-¿Y dónde nos conocimos?

-Acá, en el hospital, hace más de quince años.

-Es posible, pero no lo recuerdo.

-Yo sí, muy bien. Yo era una de las chicas del “loco Luis”.


El “loco Luis” era un personaje que frecuentaba la guardia del hospital. Un hombre gordo, pelirrojo, de una simpatía arrolladora y un oscuro prontuario policial. Nadie sabía cuándo, pero algunas madrugadas asomaba su cabeza enorme por la puerta de la guardia y gritaba: “¡Doctores, llegó Luisito y sus muñecas!”. Eentraba seguido de una corte de mujeres de todas las edades y para todos los gustos. Cada una traía paquetes con pizza, helado o cerveza. Armaban una mesa larga sobre dos caballetes de madera donde distribuían sus obsequios como para dar una fiesta. Desde ese momento nos organizábamos -médicos y enfermeras- para examinar a “sus chicas”, tomarles muestras de sangre, hisopados vaginales, radiografías de tórax. El “loco Luis” las cuidaba mucho y así protegía su negocio. Todos comprendíamos que se tratada de algo ilegal pero nadie lo mencionaba explícitamente. Sabíamos que haciéndolo cuidábamos a esas mujeres y, a través de ellas, también a sus clientes. Después de todo era un acto médico. Más tarde el “loco Luis” tocaba la guitarra, cantaba y estimulaba a sus chicas para que bailaran y sirvieran sus manjares. La comida y sus chicas eran su moneda de cambio.

-Una noche vos me atendiste. Me tratabas tan “raro”. Me decías: "por favor", me llamabas: "señorita".

- Bueno, siempre fui un poco formal…

-Yo te pregunté por qué me trabas de ese modo tan respetuoso, te dije: ¿vos sabés quién soy yo? Y vos me respondiste: ¿Yo la trato de este modo por lo que soy yo, no por lo que es usted? Nunca pude olvidarme de eso.

No supe qué decirle. No recordaba nada. Si eso era verdad, no había sido para mí algo que mi memoria guardara con la precisión con que parecía haberlo hecho la de Soledad.

-No lo recuerdo. Pero creo que debo disculparme con vos. No tiene ningún mérito que alguien trate a las personas por lo que él mismo cree que es. Lo importante es hacerlo por lo que los otros son, no importa a qué se dediquen. ¿No te parece?

-No sé. Pero quiero que sepas que esa noche me hiciste muy bien. Yo recién llegaba de mi provincia, tenía diecinueve años y estaba muerta de miedo. No sé si lo que me dijiste era correcto, pero yo necesitaba algo así y vos me lo diste.


Me sentí avergonzado. Sabía que, aún sin recordarlo, yo era perfectamente capaz de haber dicho algo así. Una fanfarronada imperdonable. Una respuesta desubicada e idiota.

Soledad se agitaba, tenía dificultades para mantenerse lúcida, alternaba momentos de somnolencia y de letargo. Le coloqué la máscara de oxígeno y me quedé a observarla hasta que se durmió profundamente. Su hija se acercó. Acurrucó su cuerpo pequeño en la cama pegada a su madre. Rodeó con su brazo el cuello de Soledad y quedó hipnotizada mirando las burbujas que se producían en el humidificador.

Por la mañana vi como Sol se acercaba a las ventanillas de los autos y extendía su mano sin decir una palabra. Los conductores estaban tan apurados que no la veían. Se escuchaban las voces de las radios dando las noticias del día. Un hombre se afeitaba con una máquina eléctrica mirándose en el espejo retrovisor mientras esperaba la luz del semáforo. Sol llegó a a mi coche. Puse varias monedas en su mano. Me miró. Me reconoció de inmediato. –Vos no. Me dijo, y lo repitió: –Vos no... Entonces hundió su brazo entre las ropas y las revolvió durante algunos segundos. Sacó un paquete arrugado y sucio. Dejó sobre mi mano: las monedas que le había dado, una galletita rota en tres pedazos y el más maravilloso puñado de migas amarillentas que yo haya visto jamás.

Daniel Flichtentrei

* Imagen Egon Schiele