La verdad y otras mentiras

“El sargento Kirk y yo”

La pedagogía de la humillación.

"Soñaste angelitos muy profesionales
que iban al grano jugando a los gangsters.
Dormís colgado en la rama
que soldaste con primor
y el carozo del asunto es tu temor..."
J. C. Solari

Sabés, Pablo, aún lo recuerdo como si estos veinte años no le hubiesen podido quitar nada de su potencia a los hechos de aquella noche. Hay cosas a las que el tiempo degrada, las maltrata hasta despojarlas de significado y hacer de ellas cáscaras vacías, inútiles cajitas que ya no guardan nada. Pero hay otras, Pablo... hay otras que se conservan salvajes como animales feroces. Hay sucesos que la memoria alimenta, que los años fortalecen y que, cuando menos lo esperás, regresan intactos a morderte la garganta. ¿Vos también te acordás, Pablo?
Recién ingresaba a la residencia e intentaba adaptarme como podía a tu “pedagogía de la humillación”. Todo era nuevo y yo aún desconocía que era posible pasar por la universidad sin que ella pasara por vos. Creía que los mundos profesionales estaban a salvo de la arrogante mediocridad que luego tantas veces iba a comprobar.
Hacía uno de esos calores insufribles de las noches de verano porteño. El sueño acumulado, el agotamiento de más de 24 horas de trabajo ininterrumpido y la ansiedad de mis primeras guardias le daban al clima un carácter aún más agobiante de lo que el termómetro sugería. Quería bañarme, quería comer, quería dormir. Pero vos me lo impedías. Vos, que habías hecho todas esas cosas mientras tus nuevos esclavos trabajábamos hasta el desfallecimiento. Vos, que tal vez habías visto demasiadas películas en las que esos imbéciles sargentos americanos —a los que admirabas mucho— hacían marchar a la tropa con sus mochilas cargadas, al rayo del sol, en el patio del regimiento con el único fin de verlos desmayarse y soñar así con un patético poder que nunca alcanzarían y con una autoridad que jamás merecieron. Entonces, nos decías: “Si las señoritas querían un hotel cinco estrellas, no tendrían que haber ingresado a una residencia médica”. En secreto te decíamos “Kirk”. Y vos lo sabías, pero lo peor era que te encantaba que lo hiciéramos. ¿Te acordás, Pablo?

Ese hombre llegó empapado, cubierto apenas con un short de baño y descalzo, con el cabello revuelto y una expresión de horror o de sorpresa congelada en la cara. No tenía más de treinta años. Su mujer sostenía a un bebé en brazos y nos miraba con la esperanza de que alguno de nosotros hiciese un milagro o que le dijese que todo eso no era cierto, que la despertara con un cachetazo de ese sueño que no podía ser real. Dos policías depositaron al hombre sobre una camilla. Aún recuerdo el ruido del impacto de su cabeza cuando cayó sin voluntad sobre las barandas metálicas. En la planta del pie izquierdo había una pequeña quemadura negra de no más de dos centímetros de diámetro. Los dientes apretados a tal punto que necesitamos abrirle la boca entre dos personas para insertarle un tubo traqueal. Alguien sacó a la mujer y al niño sin mayores explicaciones. Alcancé a escucharla antes de salir diciendo que estaba en la piscina, que salió a encender el motor del filtro de agua, que era alérgico a la penicilina, que era algo asmático, que no lo dejáramos morir, y todas esas cosas que alguien dice cuando ya no sirven de nada.

Pensé en cada uno de los movimientos que hacía como si me encontrara en el interior de uno de esos manuales de reanimación cardiopulmonar que tantas veces había estudiado. La posición de mis manos, la energía de la compresión sobre el tórax, la apertura del maxilar y la búsqueda de la laringe. El control regular de las pupilas y del pulso carotideo. La muestra de sangre arterial para el monitoreo de gases, la pantalla del monitor, la carga del desfibrilador, las paletas, el impacto, el nuevo control. Y otra vez, el masaje, la ventilación, la descarga. Vos me dejaste solo, sin ayudarme, sin darme indicaciones. Me observabas sereno desde los pies de la cama. Yo transpiraba hasta empapar la ropa, me faltaba el aire. Ni siquiera permitiste que la enfermera cargara las drogas en las jeringas. Querías que también eso lo hiciese yo. Y lo hice. Luego busqué el espacio intercostal y cerré los ojos y viajé con esa aguja hacia el interior del corazón hasta que un chorro de sangre oscura y espesa ingresó en la jeringa, y lo inyecté con decisión. Y otra vez, el masaje, la ventilación, la descarga. Periódicamente, miraba el reloj de pared para tener contabilizado el tiempo de reanimación. Quince minutos, veinte, veinticinco, treinta...

—¡Basta! —me dijiste—. Está muerto.
Pero no te hice caso.
—¡Basta idiota! ¿No te das cuenta que está muerto?

Pero no te hice caso, Pablo.

Manuela me tomó del brazo y me alejó como si me llevara a dar un paseo. Me secó la frente con una gasa y me ofreció un vaso de agua. Entonces, caí desplomado sobre una silla. Sentía mi propio corazón salirse por la boca. Me ahogaba. Te miré a los ojos. “Bastante bien para ser la primera vez —me dijiste—, aunque podría haber sido mejor si te esforzabas en reanimar a un vivo y no a un cadáver”. No pude contestarte.

Cinco minutos más tarde, cuando aún no me recuperaba del esfuerzo y del fracaso, me pediste que hiciera entrar a la familia y le comunicara el fallecimiento, y que vos me esperarías en la sala para continuar trabajando lo antes posible. Te expliqué que no podía, que nunca antes lo había hecho, que no sabía cómo hacerlo. Te pedí que por esta vez me acompañaras para que yo pudiese ver cómo lo hacías vos y aprender para otra ocasión. Me contestaste que para que un niño aprendiera a nadar había que tirarlo al agua. Te recordé que no se trataba solo de que yo aprendiera, sino de que otras personas podían sufrir por mi incompetencia para resolver la situación y que no era justo sacrificarlas en función de mi supuesto autoaprendizaje del arte de dar malas noticias. No te gustó, pero hiciste pasar a la mujer con su hijo y le pediste que se sentara en la salita contigua. También me pediste a mí que me sentara frente a ella mientras vos te quedabas de pie. Nadie dijo nada. Vos diste unos pasos cortos hacia atrás. Entonces saliste y cerraste la puerta con llave. Aún puedo escuchar el ruido de la cerradura dando dos vueltas y luego el silencio irremediable.

La mujer me miró atónita. Extrajo un pecho de entre sus ropas y se lo puso en la boca al bebé que de inmediato dejó de llorar. No pude hablarle. No supe qué decirle, Pablo. Temblábamos, los dos. Era extrañamente bella. Esa clase de mujer que, no importa lo que haga o dónde se encuentre, no logra disimular su belleza. El ruido de la boca del bebé succionando el pezón y tragando grandes bocanadas de leche parecía un estruendo ensordecedor. Transcurrieron algunos minutos interminables, vacíos de palabras, aunque cargados de una tensión que hablaba por sí misma. Luego la mujer acercó su silla a la mía, acomodó al bebé entre ambos y con su brazo libre me abrazó. Dejó caer la cabeza en mi hombro y lloró mansamente, con un llanto contenido que intentaba preservar a su hijo de lo dramático de la escena. En ese mismo instante, Pablo, supe que se lo había dicho. Sin ninguna de las malditas palabras que empecinadamente se negaron a que mi boca las pronunciara. Se lo había dicho, Pablo, de una extraña manera que vos nunca jamás podrías comprender.

Nos quedamos así un largo rato. Yo sentía la humedad de sus lágrimas a través de mi chaqueta y el leve temblor espasmódico de su cabeza sobre mi hombro. Después se incorporó. Guardó su pecho que aún chorreaba leche. Acunó instintivamente al bebé y me dijo: “Gracias por acompañarme”. ¡“Gracias”, Pablo, me dijo “gracias”! Después agregó sin mirarme: “¿Y ahora qué?”. Y esa pregunta me acompaña hasta hoy. A veces pienso que no hay otra más trascendente que esa. Ante la contundencia de la muerte, Pablo, ¿y ahora qué? Pero vos no te hacías esa clase de preguntas. Vos vivías en un mundo de respuestas. Las preguntas eran signos de debilidad o de ignorancia y las despreciabas.

Salí. Nunca, Pablo, te juro que nunca estuve tan seguro de lo que iba a hacer en los siguientes minutos como en ese momento. Subí las escaleras hasta la sala de médicos. Mis dos compañeras se pusieron bruscamente de pie. Comprendieron al instante lo que estaba por ocurrir. Pero vos no, Pablo, vos no. Vos mirabas la final de la Copa Libertadores entre el Internacional de Porto Alegre y Nacional de Montevideo en el televisor. Tomabas mate y comías galletitas como si nada hubiese ocurrido. Ajeno a todo cuanto te rodeaba, seguías aislado en tu miserable mundito profesional tan saturado de certezas. Me miraste de costado para no perderte la jugada y chupaste la bombilla largamente hasta que el ruido del vacío del aire subiendo hasta tu boca te hizo dejar el mate sobre la mesa. Me pare entre vos y el televisor para obligarte a registrarme. ¿Te acordás, Pablo? Te tomé del cuello con mi mano derecha y te estrellé un cross con la izquierda en el medio de tu estúpida boca justo antes de que empezara a dibujarse esa sonrisa que nunca llegó. Cuando empezabas a caerte hacia atrás, te tiré una segunda trompada que solo rozó tu oreja y siguió de largo dibujando una rara elipse en el aire en dirección al techo. ¿Te acordás, Pablo?
 

Daniel Flichtentrei