La verdad y otras mentiras

¿Comerán nuestros sueños los gusanos?

Acerca de lo intolerable y sus subterfugios.

“El sol y la muerte no se pueden mirar fijamente” La Rochefoucauld

Hemos sido despojados de nuestros momentos de ingreso y egreso de la vida. Nacimiento y muerte - tal vez las más íntimas acciones de cuantas seamos capaces - han quedado en manos de la Medicina. Como una mancha voraz que todo lo puede y todo lo quiere la medicalización de la existencia ha hecho del nacer y del morir dos actos médicos.

La muerte ya no puede ser “propia”. Su acontecimiento ha quedado atrapado entre las paredes del hospital. El moribundo se “interna”, se sustrae a la mirada de los otros. El obsceno espectáculo de la muerte queda así privatizado y recluido. Lo que no debe mirarse no es expuesto. El horror de lo innombrable legitima su desaparición devorado por la insaciable boca de la técnica. La muerte es allí una anormalidad, un trastorno a tratar, un límite, un fracaso. La ciencia ofrece a la conciencia puentes sobre los abismos. Puentes sobre otros puentes que sólo conducen a otros abismos.

Los médicos oficiamos como sacerdotes que detentan un saber que nunca tendrán. Esconden a la muerte vergonzosa, inapropiada y sucia. Desprovistos de recursos emprenden su tarea imposible. Mientras esa otra “vergüenza”, el sexo, hoy se exhibe despojada de prohibiciones, la muerte queda interdicta y confinada. Entonces ese morir aséptico e incontaminado se convierte por vez primera en un auténtico acto salvaje. Ante ella sólo quedan dos actitudes: el sentimiento de fracaso, con su consecuencia de “encarnizamiento terapéutico” o el abandono y la indiferencia respecto de lo se quiere negar. En ningún caso, el acto más humano de la existencia, se acompaña de aquello que lo define: el contacto con sus semejantes, la conciencia reflexiva de lo que ocurre, la memoria de cuanto se ha vivido o la angustia legítima que ello provoca.
 

Por qué plantear opciones excluyentes: “matar” o “dejar morir”, ambas vistas con horror y criminalizadas. Por qué no pensar que lo lógico, lo verdaderamente humanitario, sería “permitir morir” con dignidad.

Vista desde la perspectiva final, la vida adquiere un significado que sólo el moribundo puede encontrar. En su conciencia los pobres datos de la biología se hacen narración y reptan agónicos en busca del sentido. El dolor por los que dejamos podría convertirse así en saber en quienes quedamos. La ruptura podría transformarse en continuidad. El abandono en encuentro.

Hay dos cosas con las que la Medicina no sabe que hacer: la salud y la muerte. Desarticuladas del continuo vital aparecen como ajenas. Como monstruosidades contra las que no encuentra armas y por lo tanto niega. “Quien vive en la solución no comprende el problema” (P. Sloterdijk).

La muerte propia:

“Contra la obsesión de la muerte, tanto los subterfugios de la esperanza como los argumentos de la razón resultan ineficaces” Emil Cioran.

La muerte “propia” es sólo el largo terror que la precede. La suma de fantasías y pesadillas que construyen un momento que les será finalmente sustraído. En realidad eso es la muerte. Sólo el espanto de lo por venir, la herida brutal de lo que no tiene remedio. La bárbara contundencia de la única certeza. Lo que no teniendo “ser” es de todos modos “real”.

El pánico que produce aparece en ocasiones travestido de lucha contra el envejecimiento, de ridícula metamorfosis quirúrgica o de absurdos excesos de la cosmética. El rostro de la muerte, que se dibuja cada mañana en el nuestro, debe rendirse a la tecnología de la máscara.

Pero aunque cada muerte es fatalmente única y solitaria, también es social e inevitable. Debemos morir porque la vida debe continuar. El equilibrio requiere de la desaparición para permitir la continuidad de la especie. Esta ley tan imperativa y tan ineludible contradice el sueño arrogante de la individualidad. Sumerge la fantasía de lo único bajo el peso de lo múltiple. Es la condición de posibilidad que justifica la feroz idea del tiempo y que disuelve el cuerpo individual ofreciéndolo a la larga deriva de la especie. Es el injerto de lo animal en lo humano. Es la desnudez más vergonzosa y más encarnada. Es la servidumbre a un fin que nos excede y a un objetivo que no elegimos.

La muerte propia nos precipita hacia adhesiones fanáticas. Revestidas de razón o de fantasías, toda creencia furiosa está fogoneada por la muerte. Las militancias y las devociones fingen ofrecernos cortocircuitos para evitarla. Quieren creer que creen y, entonces, creen.

El horror al nihilismo es horror a la muerte. Uno es tan intolerable como la otra al exhibirse sin maquillajes ante los ojos atónitos de quienes se niegan a ver -“Los ojos ciegos bien abiertos”-, la mirada esquiva o la risa sardónica  -Ji, Ji, Ji- ¿Qué recurso nos pondría a salvo de lo que no puede evitarse? ¿Monasterios o Global Players, MTV o el Bhagavad - Gita, punto “G” o La Comuna de París? ¿Qué estruendos callarán esos silencios?

“No sé lo que busco, pero sé de que huyo” afirmaba el viejo Aristóteles. Sabemos, sin embargo que en esa huída no hacemos más que precipitarnos irremediablemente en aquello de lo que creíamos escapar. El modo en que las cosas se nombran también las constituye, y esto incluye al silencio. Condenados a formularnos problemas que no podremos resolver cumplimos la profecía kantiana confundidos entre el temblor ante lo que ignoramos y el espanto por lo que conocemos.

Fatalmente la prepotencia de la biología ofrecerá nuestros sueños a los gusanos. Pero ¿qué importancia podría tener ese destino? No somos más que la absurda voluntad de contradecir lo irremediable. Ese proyecto preñado de fracaso. Esa arbitraria isla de tiempo, tan omnipotente y tan ignorante. Esta inexorable declinación que miente con palabras acerca de lo que está más allá de toda lengua. “Somos ese ser al que no le es suficiente nacer para venir al mundo” (Peter Sloterdijk).

¿Comerán nuestros sueños los gusanos?

No descubras, que puede no haber nada, y nada no se vuelve a cubrir” Antonio Porchia

¿Hacia dónde irán mis sueños privados de mí? Para qué engañarme, no hay más muerte que la mía. Nada que no me tenga en el centro mismo de la escena podría capturarme de un modo tan fatal. La muerte (mía) petrifica. Me deja “estupefacto”. Es decir, reúne mi inmovilidad y mi estupor.

Ante el abismo sólo es posible retroceder o abismarse. Pero nadie, nunca, pudo no ir hacia allá. Y, hacia allá, no hay nada.

Puedo verme, ahora mismo. Absurdo, patético. Tiemblo. Reprimo la náusea ante los ojos perpetuamente abiertos de mi cadáver. Helado.

La muerte me devolverá a la vida de los otros, de donde, finalmente, he venido.

Pienso en Orfeo, que prohíbe mirar hacia atrás; en Medusa, que prohíbe mirar hacia delante. Hacia el impensable abrazo del que venimos, hacia la repugnante oscuridad que nos espera.

¿Estaré cumpliendo la profecía del ácido Cioran? “No tememos tanto a la muerte como a la catástrofe del nacimiento”.

Navego a tientas entre dos puertos: el útero de mi madre y el cadáver que voy siendo. ¿Qué otra cosa podría hacer que añorar lo primero y temer lo segundo?

Vengo, demorando la eternidad. Voy, cocinando visiones que crean lo que ven. Vine - entre estruendos y silencios - insinuando las cosas que no pude nombrar.

Ahora, me dispondré a morir. Desataré los hilos del deseo. Libre, vacío, sin pasado. Hundiré mi cabeza en la lúbrica vagina del tiempo. Entonces, por fin, ya no tendré nada que no tenga. Entonces, al fin, habré accedido al lugar que me complete.

Me ubicaré en el estrecho espacio que media entre dos palabras. Allí, donde no hay nada. Allí, donde narra su historia sin final un alfabeto sin sonidos.

Entonces le levantaré la falda a la puta muerte y hurgaré entre sus vísceras hasta dar con la palabra que la nombre.

Voy a escupirle los ojos, a arrancarle la lengua, a cortarle las tetas, a pisarle los dedos. Por que la muerte es hembra. Por que tengo derecho a matarla. Por que ha sido ella quien me confinó a esperarla aquí, en el país de las sueños perdidos.

Daniel Flichtentrei 

* Dibujo: M. C. Escher