La verdad y otras mentiras

Los otros nacimientos (relato de hospital)

Acá todos somos parteros.

Son las 7.15 de la mañana del sábado. Desde hace un rato venimos reduciendo la infusión de Midazolam. El tipo se mueve, tose, lucha con el respirador. Abre los ojos y recorre el ambiente con la mirada. Se demora mirando el techo, las paredes, a mi compañera. Mira los tubos de drenaje que le salen desde el tórax, el monitor, una foto del Diego con peinado afro haciendo jueguito con la pelota que alguien pegó sobre el vidrio del office de enfermería. Se detiene en mí que soy la única cara que guarda en su memoria y la última que vio hace nueve días antes de dormirse. No entiende nada. No puede hablar. Mueve los labios mudos pero es evidente que dice –“Mamá”. Con los ojos y las manos crispadas me exige una explicación. Pedí que no lo despertaran hasta que yo estuviera allí. Quería que al volver de su largo sueño se encontrara con alguien que él pudiera reconocer. Se excita, intenta arrancarse el tubo traqueal. Le aprieto la mano, le acaricio la frente.

–“Cómo estás Luis, te dormiste una siestita. No te asustes”.  Se tranquiliza un poco. Mi compañera mira el oxímetro y le toma una muestra de sangre arterial. Él la mira mientras ella trabaja. –“Se llama Patricia, ¿viste esos ojos azules?”- Se ríe, por primera vez. Una mueca asimétrica, extraña. La risa está en los ojos más que en la boca atrapada entre el tubo y un nudo de gasa y cinta adhesiva. Se observa el pecho como si fuese de otro. Está vendado y con dos cánulas de drenaje conectadas a un sistema de aspiración. –“Luis, tuviste un infarto que te hizo un agujerito en el corazón. Hubo que operarte para resolverlo. Ahora está todo muy bien”. Se pasa la mano por vendajes sobre el esternón. Se reconoce con el tacto para asegurarse de que lo que está viendo es verdad. Quiere hablar pero le sale un sonido gutural, ronco, sin palabras. Le retiramos el tubo. Tose, escupe, se ahoga. Lo ayudamos a sentarse. Le pedimos que tome agua sorbiendo un tubo plástico transparente desde una taza blanca atravesada por una rajadura con forma de Z.

Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Desayunamos juntos todos los domingos. Sus padres fueron inmigrantes gallegos que llegaron huyendo del hambre y la persecución después de la guerra civil. A él le gusta cantar las morriñas que le enseñó su madre: “Eu teño morriña / eu quero volver / a miña terra / que me viu nacer”. Jugó al fútbol toda la vida. Le gustan el bingo y las mujeres. Adora a su esposa que fue su primera novia. Están juntos desde el colegio secundario. Tuvieron tres hijos. Ha sido siempre un padre obsesivo y dedicado. Tiene un negocio de ropa para niños que alguna vez fue una pequeña fábrica textil hasta que una de las catástrofes económicas del país la redujo a un montón de deudas que tardó muchos años en pagar. Es un tipo sencillo y bueno. Un amigo de fierro. Como todos, ocupado en sobrevivir, olvidó sus sueños de juventud.

Más tranquilo, me mira. Le hablo al oído. –“Luisito, esta noche juega River y tal vez gane la Copa. Disculpame que te desperté pero yo sabía que vos no querrías perderte el partido”. Me toma del brazo y me acerca. –“No seas turro. No te burles de mí”. No le reconozco la voz. Está disfónica y cargada de burbujas. Es fanático de Boca, ninguna pasión lo estimula más. No pude aceptar que yo sea de River.

Quiero abrazarlo pero es imposible. Mi compañera me mira, se da cuenta. Sé que le molestan estas cosas. No quiere escenas sensibles. Me hace señas, quiere decirme algo: –“Yo los prefiero cuando están dormidos. Me voy a la sala de médicos a esperar los resultados del laboratorio”. Se va. La miro mientras camina. Tiene los muslos más firmes que he visto en este lugar. Pero huye de las personas. Es la mejor asistiendo a enfermos complejos pero odia dar informes a las familias o explicaciones a los pacientes. No quiere escucharlos. Le hace daño, me lo ha dicho muchas veces. No sabe cómo manejar las emociones ajenas ni las suyas. Desaparece por el pasillo caminando con los hombros erguidos y el cabello suelto balanceándose en el aire.

Luis sigue mirándose sin reconocerse. Parece que un ejército hubiese arrasado su anatomía. Se busca a sí mismo en un cuerpo que le parece ajeno. Me llama haciéndome señas. –“Quedate -me dice- no me dejes solo en este lugar”. Me quedo, claro que me quedo. Como me he quedado durante estos nueve días aunque él no lo sepa. Mira a las enfermeras trabajando en las camas vecinas. Él no los ve, pero intuye a los otros enfermos como él acostados a pocos metros de distancia. Escucha ruidos, voces, quejidos.  Desde una radio Arjona cuenta la historia de un taxi. Dos mucamas con guantes de látex, delantales verdes, gorros y barbijos lavan los azulejos de las paredes. Se forma una espuma blanca que se desliza lentamente hacia el piso.

Luis se queda en silencio, pensando. –“¿Y ahora? ¿Ahora cómo sigue esto?”-  No le contesto. Ya habrá tiempo para pensar en eso. Lo veo lúcido después de tantos días, tiene un poco de fiebre, está dolorido pero casi no se queja. Podría haberse muerto, pero sobrevivió. Estoy contento por él. Pero también porque me hace feliz comprobar todos los días que este trabajo produce resultados concretos. Acá no hay espejitos de colores, hay muertos o vivos.

Hace unos minutos que despertamos a Luis. Me parece que acá todos somos parteros. Tengo la sensación de que lo hicimos nacer por segunda vez. Imagino que le hemos dado un chirlo en la cola para obligarlo a respirar. No sé por qué, pero me gustaría alzarlo en brazos y apoyárselo sobre el pecho a su vieja para que lo acune y le cante al oído las “Nanas de la cebolla”.

D.F.