Por Daniel Flichtentrei

La razón y el diagnóstico

Clasificar las enfermedades no es fácil. Pero peor es ni siquiera intentarlo.

Autor/a: Dr. Daniel Flichtentrei

El diagnóstico médico no es un acto librado al azar, a la interpretación exasperada, a las metodologías esotéricas, ni un privilegio de iluminados. Formular un diagnóstico es una operación cognitiva sustentada en el razonamiento lógico argumentativo y basada en pruebas científicas.

Cada enfermo, en su singularidad, expresa las manifestaciones de su dolencia, que el médico analiza y clasifica de acuerdo al conocimiento disponible. A diferencia de lo que ocurre en otros ámbitos, en medicina, el procedimiento va de los efectos a las causas, de los síntomas a la patología. Es lo que se llama un problema inverso. Por ello resulta tan complejo.

Un médico es un observador atento que busca señales y regularidades que lo orienten. A la observación le sigue el planteo de una conjetura capaz de explicar lo que un paciente siente o muestra en su examen. Estas impresiones se someten sucesivamente a prueba en busca de indicadores objetivos que las respalden o refuten. La confianza ciega en las interpretaciones personales y el desprecio por las pruebas son ajenas a la buena práctica médica y contradicen su base científica racional.

Las enfermedades conocidas resultan de la agrupación de sus manifestaciones, indicadores objetivos y mecanismos de producción. Cada una de ellas se encuentra clasificada e identificada mediante una denominación y una descripción detallada. Este ordenamiento resulta fundamental y se obtiene a partir de grandes estudios epidemiológicos y del consenso de grupos de expertos.

Clasificar cada cuadro clínico no sólo permite que los médicos de cualquier parte del mundo se entiendan entre sí, sino que también es un reaseguro para los pacientes que los protege de los excesos interpretativos y de las explicaciones infundadas. La medicina se basa en el conocimiento científico: lo que sabe es público y compartido por una comunidad mundial de profesionales. Nunca es un saber oculto ni reservado a unos pocos elegidos.

Las clasificaciones, a su vez, son modificables a medida que aparecen nuevos datos de la investigación. No son estáticas ni definitivas, no se fundan en dogmas ni en creencias, sino en pruebas. Su permanente transformación es su mayor virtud, y no un defecto. Al contrario de lo que suele creerse, la primera condición de la ciencia es reconocer la incertidumbre y no negarla. La ciencia no se construye con verdades reveladas, no admite propuestas no demostrables ni intuiciones espontáneas. Y no alcanza con usar datos objetivos: es necesario combinarlos mediante reglas racionales y no de acuerdo a una manipulación intuitiva o caprichosa.

Existen muchos ejemplos acerca del modo en que los nuevos conocimientos cambian lo que hasta entonces se aceptaba como válido. Por caso, las cifras requeridas de presión arterial, glucemia o colesterol para que un paciente sea considerado en situación de riesgo o enfermo.

La psiquiatría, en este contexto, se encuentra en una situación particular: carece por el momento de indicadores objetivos que permitan contrastar con ellos los diagnósticos presuntivos. Esa carencia hace necesario que el diagnóstico se base en los síntomas subjetivos que los enfermos manifiestan. Esta deficiencia se va superando día a día con los nuevos desarrollos de las neurociencias, que aportan aquello de lo que el ámbito de las enfermedades mentales ha carecido durante tanto tiempo.

Mientras tanto, se hace imprescindible apelar a clasificaciones basadas casi exclusivamente en el agrupamiento de síntomas, como hace el DSM. Esto admite discusiones y se encuentra necesariamente expuesto a más transformaciones que las verificadas en otras especialidades. Aunque, claro: disponer de un ordenamiento es siempre mejor que no tener ninguno.

Para impugnarlo es imprescindible ofrecer pruebas que superen aquellas en que se sustenta, y no meras opiniones. Ya puede vislumbrarse una nueva psiquiatría en un futuro cercano. Una que se reinserte en el campo de la medicina científica de donde —una considerable parte de ella— nunca debió haberse alejado. La racionalidad de la ciencia es un imperativo no sólo metodológico, sino también moral.

Es el modo en que la medicina ofrece a las personas una respuesta fundada en la razón, que es el punto más alto al que ha llegado el pensamiento de la humanidad. Si no fuera así, nuestra salud estaría todavía librada a los desvaríos de la lectura de la borra de café, de los astros, de las vísceras de las aves o a la interpretación de los sueños.

Dr. Daniel Flichtentrei
Jefe de contenidos médicos