La verdad y otras mentiras

Tu barra brava

Acerca de la estúpida idea de que la tristeza o la felicidad son una cuestión de actitud.

Por qué la buena gente -que es la mayoría- no comprende que no es posible desbaratar ni el dolor ni la depresión con buenas intenciones.

¿Alguien se ha imaginado alguna vez cómo suena un mensaje positivo -de los que apelan a la pura actitud pero ignoran las circunstancias- desde el lugar de la derrota?

Te alientan desde la tribuna pero a vos te han cortado las piernas. Te quieren, vos los querés. Se esfuerzan y vos lo agradecés. Pero no pueden hacer lo que quisieran porque no logran comprender lo que te pasa. Te dicen lo que ya sabías. Porque no aceptan que has descubierto que no era verdad.

Las frases estimulantes y las propuestas idílicas sólo resultan verosímiles cuando no son necesarias. Los eufóricos, los maníacos, los militantes del optimismo sueltan propuestas que creen que son las causas de su bienestar cuando son sus consecuencias. Te exigen que veas al mundo con otros colores. Que salgas de la penumbra que te encierra y que te agobia. Creen que has elegido voluntariamente instalarte en ese infierno.

Te abruman con libritos de autoayuda, con posters de gatitos y mensajes celestiales, con el fervor maniaco de pastores y pitonisas. Te alientan con la ridícula energía de una tribuna enfurecida que le pidiera a un amputado batir el record de los 100 metros llanos. Te arrojan por la cabeza toda esa ortopedia inútil cargada de buenas intenciones. No entienden. No saben.  

Si pudieras mostrales una radiografía con tu fémur estallado en mil pedazos, te arroparían en la cama, te ofrecerían su consuleo y su paciencia. Te ofrecerían su compañía su silencio, sobre todo su silencio. Pero no creen en lo que no ven. Entonces te obligan a su verborragia positiva y a su impaciencia incrédula. Te asfixian a fuerza de sacudones y de tontos mensajes energéticos. ¡Ay! si fuera tu fémur y no tu cerebro...

Creen que no comprendés lo que ellos no entienden. Que no querés, cuando no podés. Están seguros de que se trata de una cuestión de debilidad o de fortaleza. De una elección y no de la dramática incapacidad de elegir. De voluntad y no de imposibilidad. Sus buenos deseos no son inútiles, son tóxicos, te envenenan.

No entienden que tu cerebro -como el de ellos- produce ideas y sentimientos de acuerdo al combustible que lo mueve. Que puede llevarte al cielo o al infierno. Que ambos son falsos, ilusorios. Que tu historia, tu habilidad para procesarla, tus afectos o tus amores atraviesan ese órgano que vive en tu hemisferio norte. Que, como un intestino que repta en tu cabeza, digiere al mundo, lo absorbe, lo modifica, lo desecha. A veces depende de lo que recibe, otras de lo que puede hacer con eso. A veces se alimenta de fracaso y regurgita fortaleza. Otras, come la misma inmundicia y defeca el negro corazón de tu desdicha.

Daniel Flichtentrei