Divulgación científica

Los avances de la medicina, entre el secreto y la vulgata

Es preciso evitar el manejo indiscriminado de la divulgación científica que lleva a transmitir a la sociedad promesas inciertas, lindantes muchas veces con la fantasía.

Por: Carlos Gherardi

Desde las ciencias sociales en general y desde la filosofía en particular se repite con razón el fenómeno contemporáneo de la medicalización de la vida y el absoluto escamoteo de la muerte del acontecer personal, familiar y social. El avance en el conocimiento de las ciencias biológicas y la sostenida aplicación de la tecnología han pasado de ser un hecho constante y conocido que promovió y acrecienta el progreso de la medicina, medido en años de expectativa de vida, para formar parte de uno de los más atractivos capítulos de la noticia diaria en todos los medios masivos de comunicación.
 
Cuando esto ocurre, con una frecuencia hasta hace poco impensada, debemos preguntarnos sobre el porqué y si ello será bueno o malo.
 
El porqué, en principio, resulta bastante claro en tanto los anuncios conllevan una esperanza de solución para enfermedades aun incurables (Alzheimer), anuncian la presunta generalización de procedimientos diagnósticos o terapéuticos por sofisticadas tecnologías aun experimentales y hasta se sugieren fantásticas extrapolaciones de controvertidos hallazgos científicos que han permitido hablar hasta de resurrección cuando fue posible la reconstitución de la bacteria Deinococcus radiodurans, que aun después de muerta parece capaz de volver a la vida en pocas horas a través de su reconstitución a nivel genético.
 
En los últimos años resulta habitual, ante muchos hallazgos obtenidos en investigaciones y estudios en ciencias básicas, que los propios investigadores participen, voluntariamente o ante un especial requerimiento, en plantear y difundir públicamente sugerencias y opiniones que, a partir de su aporte científico pudieran desarrollarse una nueva terapéutica o influir en situaciones clínicas en las que hoy es imposible aún incidir.
 
Existe una particular atracción por comunicar, entre tantos otros, los hallazgos experimentales en animales que se vinculan a las funciones cognitivas, a la naturaleza de las emociones, a la fijación de la memoria y recientemente a la percepción neurológica de las variaciones del reloj biológico.
 
Naturalmente la participación de la genética y la biología molecular en este proceso comunicacional ha sido central, hasta el extremo de parecer cercano el anuncio de vida artificial a partir de la síntesis de un cromosoma humano.
 
A este respecto es bueno no olvidar que Craig Venter, el presunto autor de este hallazgo, fue denunciado por John Sulston —integrante del Sanger Centre de Cambridge y participante decisivo en la secuenciación del ADN humano y Premio Nobel de Medicina en el 2002— como quien, a partir de su vinculación con el grupo privado Celera, estuvo a punto de hacer fracasar el intento de la comunidad internacional de poner la secuencia descubierta a la libre disposición de todos.
 
La participación económica privada en la investigación, también en la básica, es muy peligrosa porque puede atentar contra la libre disponibilidad de un hallazgo que debe ser beneficioso para la humanidad y no sólo para el lucro de unos pocos hombres y sociedades que ya se cotizan en Bolsa.
 
Cuando la noticia pertenece a la investigación clínica no necesariamente farmacológica y proviene de un centro asistencial, generalmente privado, que se presta a la difusión coloquial de un procedimiento aún en investigación y hasta con imágenes del preciso ámbito donde se realiza la práctica, es difícil liberarla de un cuestionamiento ético que excede las razones de prudencia científica y puede extenderse hacia una intencionalidad comercial.
 
Del mismo modo que la credibilidad de una publicación científica debe basarse también en el control de la investigación biomédica que se efectúe en cada país, en cada universidad, en cada Instituto y en cada laboratorio, será bueno evitar el irresponsable manejo de la información científica que transmite a la sociedad promesas inciertas, y algunas lindantes con la fantasía y la ilusión.
 
Un hallazgo científico experimental siempre estará sometido al escrutinio de que otro laboratorio pueda reproducirlo bajo las mismas condiciones. Pero la introducción permanente de la esperanza cierta y próxima de un progreso que hoy sabemos que es inexistente e inaplicable genera en la sociedad una cultura de "curación siempre posible" que es desaconsejable para el ejercicio de la medicina y que no es posible refutar en un tiempo concreto.
 
En el final de la vida la posible aplicación del soporte vital, que sustituye y reemplaza las funciones de órganos y sistemas vitales, está sometida a la pulsión del "imperativo tecnológico" cuya filosofía consiste en el uso real o potencial de todas las herramientas disponibles, a veces para prolongar una vida sin sentido. Esta tecnología, que abruma con su poder y omnipotencia a toda esta sociedad que nos toca vivir, legitima con su incontenible avance su presencia, olvidando su carácter de medio.
 
Y en medicina la confusión entre medios y fines perturba la identidad de su meta que no es la evitabilidad de la muerte sino promover el bienestar, prevenir la enfermedad y aliviar todo sufrimiento y dolor. La pretendida y esperada fusión entre la técnica y el hombre no anticipa nada bueno, aunque pareciera ser deseable para algunos. Ya hay síntomas de que lo posible no sería seguramente lo mejor. La necesaria recuperación del humanismo en la medicina está más cerca de la solidaridad y de la equidad social que de nuestro patrimonio tecnológico, cibernético y molecular.
 
El autor de esta nota publicó recientemente "Vida y muerte en Terapia Intensiva"(Biblos).